CAPÍTULO 7

UN REINO DE FLORES PARA LA ESPERANZA

Los padres de Rodrigo, es decir, mis suegros, seguían sin quererme, pero como nació Amaranta, no les quedó más remedio que llevar la fiesta en paz para poder permitirles la convivencia con ella. Al principio, quisieron pelear la patria potestad, sin embargo, Felipe, el hermano de Rodrigo, habló con ellos, haciéndolos reflexionar. Felipe regresó a México para quedarse un tiempo en la diócesis queretana, se parecía mucho a Rodrigo, pero se veía mucho más joven y era un poco más bajito. Cuando él llegó a visitarnos por primera vez, Amaranta ya tenía casi un año.

Rodrigo, al fin y al cabo, como futuro notario, había dejado todo perfectamente en orden. Su padrino, el licenciado Jiménez, también abogó por mí. No fue mucho lo que dejó Rodri, pero me llegaba una pequeña pensión que me era de gran ayuda y yo seguía mi casa de flores, bueno, ahora eran dos casas de flores, pues en la casa de la tía Pereza, que ahora era nuestro hogar, pusimos una sucursal, la atendíamos entre Rosita, una recomendada de nuestra fiel empleada María Pueblito, Sebastián y yo, aunque él estaba estudiando ingeniería civil en la UAQ, siempre pasaba un buen rato ayudando con las entregas a domicilio, en especial los fines de semana.

En mi casa, contaba con un hermoso jardín donde tenía mi colección de rosas personal. También me hice el propósito de cultivar algunas flores especiales, y por temporada. Alcatraces, girasoles, violetas, dalias y por supuesto, en un lugar muy especial, dentro de la casa, la orquídea que me dio Doña Rebeca, se ponía triste cuando yo estaba estresada, pero cuando todo iba bien, parecía que se estiraba como si quisiera salirse por la ventana. Era mi confidente, todos los días le platicaba. Cuidar las flores de mi casa era mi terapia, lo que me mantenía ocupada, mis manos a diferencia de las de mis amigas, siempre estaban heridas, y mallugadas.  

Los días trascurrían y mi hija Amaranta se adaptaba a su colegio nuevo. Aquel primer fin de semana después de su ingreso a clases, llegaron los padres de Rodrigo a visitarnos. Llevaron a la niña a pasear, como de costumbre la llevaban por un helado, le compraban un globo y un algodón de azúcar. Nuestra relación no era profunda, pero si cordial. Amaranta adoraba a sus abuelos, y ellos a ella, es algo que yo no podía negarles. Su cariño era lo que les quedaba de Rodrigo. Ami, como le llamaba Felipe su tío, era una niña agraciada y encantadora. Me hacía reír con sus ocurrencias, fue lo mejor que me pudo dejar Rodrigo, y todos la consentíamos en exceso.

Y así pasaba el tiempo, nuestra monotonía queretana, nuestros viajes eventuales a la ciudad de México, las visitas de Hortensia y Eugenio, que aún no habían tenido hijos, por lo que, hacerlos padrinos de Amaranta fue una gran idea.

Un día mi suegro, justo en el aniversario luctuoso de Rodrigo, cinco años después, me dijo que había publicado en los periódicos nacionales el recordatorio, por si alguien nos daba alguna información sobre el paradero de Rodri. Aunque lo habíamos dado por muerto, como nunca encontramos su cuerpo, siempre quedaba la incertidumbre y la esperanza de que siguiera vivo.

Felipe celebró la misa en su nombre, asistimos toda mi familia y la suya. Amaranta observaba el retrato de su padre, luego miraba a su abuelo y a su tío y sonreía.

—Al menos me los dejó a ustedes…— dijo una vez. Una niña de cuatro años con esas ocurrencias sabrá Dios, de donde sacaba sus conclusiones.

Aquella noche, durante la cena, recibí un mensaje, que me reportara a un número telefónico, a la mañana siguiente, y preguntara por el doctor Jacob Stern, un neurólogo de la ciudad de México. No tenía idea de quien era, ni qué quería. No le di mayor importancia y continuamos con nuestra reunión.

A la mañana siguiente, antes de llevar a Amaranta a la escuela, encontré la nota de nuevo y la guardé en mi bolso.

Los abuelos llevaron a Amaranta al colegio, pues querían conocer las instalaciones y hablar con la madre superiora para ponerse a sus órdenes. Supe por la hermana Trinidad, que quedaron encantados y que se ofrecieron a participar en todas las actividades que fuera necesario.

A media mañana, mientras preparaba un arreglo de crisantemos y astromelias, era un pedido especial para la señora Matilde de Esquivel, pues era su aniversario de bodas y su marido siempre le mandaba ramos de rosas muy especiales. El iba personalmente, me describía su idea y escogía las flores. De follaje siempre escogía el Ruscus, pero ese día me acababa de llegar un follaje de novedad, le llamaban sorgo, me lo había hecho llegar mi mentora Rebeca. Entonces, escuché el timbre de la casa, Rosa salió a ver quien llamaba con insistencia, era un telegrama, y lo mandaban de Chilpancingo, Guerrero. Mi corazón se detuvo, yo había perdido la esperanza de alguna información sobre aquella noche fatal.

Cuando abrí el sobre, leí el breve mensaje.

“Localizamos hombre con pérdida de memoria. Importante comunicarse para más información.”

En ese momento, no solo se detuvo mi corazón, se detuvo mi vida, mi calma, mi cordura, solo había esperanza, ni más ni menos.

Me desmayé, el señor Esquivel quien estaba presente, llamó a Rosa, solo recuerdo que desperté en el sofá de la sala de mi casa y mi madre ya estaba ahí junto a Sebastián y Felipe. Cuando les comenté sobre los dos mensajes, Felipe tomó la iniciativa y llamó al doctor Stern, y luego al teléfono de Chilpancingo.

Antes del anochecer, Felipe, Sebastián y yo, nos dirigíamos en el Ford Fairmont de mi madre hacia aquellas tierras, a identificar a Rodrigo.

—No te hagas muchas esperanzas—nos dijo el licenciado Jiménez, ofrecieron una recompensa, y no faltará el vival que quiera pasarse de listo. Pero de algún modo, es lo más importante que ha pasado al respecto desde hace cinco años.

Asentí con la cabeza, intentaba parecer una mujer fuerte, fría y calculadora, pero las emociones volvieron a atormentarme.

MIENTRAS TANTO, EN ALGÚN LUGAR DE GUERRERO

El padre Ramiro citó a cenar a Jacinto, tenía una charla pendiente con él. Tenía días pensando en como darle la noticia. Estaba seguro de que era el hombre que buscaban en el periódico.

—Encontré información sobre tu pasado.

—¿Eso es cierto? Padre Ramiro… ¿y qué es?

—Tú nombre es Rodrigo Tapia Corona y te han estado buscando desde hace cinco años.

—Eso tiene sentido. Pero ¿porqué no recuerdo nada? ¿tengo familia?

—Ya lo solicité, también contacté a un neurólogo que viene al hospital general de Chilpancingo cada cierto tiempo a revisar algunos casos, y he hecho una cita para que te revise, y por supuesto, he dado aviso a las autoridades.

—¿Está seguro de que soy yo?

El padre Ramiro, sacó los recortes de periódico y se los mostró. Había una foto de él, cinco años atrás, usando bigote y vistiendo un traje muy elegante. Ahora vestía de forma sencilla y tenía la barba y el cabello algo crecida. De pronto unas lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. Tenía familia, ¿padre y madre? ¿hermanos? Tal vez esposa e hijos.

—¿Por qué no recuerdo nada? Han pasado muchos años. Por más que intento…

—Las pesadillas que tienes con frecuencia, nunca me has contado al respecto.

Rodrigo bajó la mirada, se sonrojó. Pues a veces soñaba con una mujer, la besaba, pero no podía reconocer el rostro. Otro sueño, era que caminaba al altar de una iglesia y la gente lo miraba con curiosidad. Pero la más terrible, era un accidente, solo se veía a el mismo, dentro de un auto saliendo de la carretera.

El padre Ramiro, le pidió que hiciera una pequeña maleta, lo llevaría a Chilpancingo. Rodrigo estaba desconcertado. Por un lado, el saber su verdadero nombre, conocer su origen y quien era antes de su vida antes del accidente le emocionaba, sin embargo, él era feliz con su vida. No tenía más ambiciones que servir a la parroquia a cambio de casa y alimento.

Años atrás, cuando despertó en aquel catre, en una casita de una familia indígena cerca del pueblo de San Juan Nepomuceno, estaba totalmente ofuscado. No sabía quien era ni qué hacía ahí. Le daban agua, pero no podía moverse. Varios días después, llevaron al padre Ramiro, quien les dejó algunos medicamentos. El hombre no llevaba ninguna identificación, y solo les contestaba las preguntas con monosílabos. Si, no, no sé.

Le pusieron el nombre de Jacinto, el padre tenía la esperanza de que con el paso del tiempo recordara algo, pero la gente del pueblo se encariñó, y decidió no hacer nada. Nunca pensó que había una familia desesperada esperando noticias. Fue egoísta de su parte, se autoconvenció que era una señal divina, que Dios le hubiese mandado a alguien para ayudarlo en la parroquia. Atendía cerca de cincuenta comunidades, algo de ayuda extra, no le caía mal. Al final Jacinto sabía resolver problemas técnicos, manejaba la camioneta y las herramientas con destreza, era hábil con los números y tenía un sentido común envidiable. Pero seguía sin recordar nada.

El padre le adaptó en la misma casa parroquial un cuarto con cama y lo necesario para vivir dignamente. La gente del pueblo se apoyaba en Jacinto cuando algún problema se hacía grande. Un día se incendió un pequeño corral, y Jacinto organizó al pueblo para poder controlar el fuego. Otro día, don Porfirio tuvo un accidente en el horno donde cocía las piñas de agave para su producción de mezcal, y Jacinto lo llevó al hospital para que le atendieran las heridas. Pudo haber ido a las oficinas de gobierno a pedir ayuda, pero en el fondo, Jacinto no quería conocer su realidad. Estaba contento en el pueblo, viviendo en hermandad con el párroco, y apoyando a todos en aquella comunidad.

Ahora, no había marcha atrás, alguien seguía buscándolo y ofrecía una recompensa por ello. Si no lo entregaba el padre Ramiro, alguien más podría reconocerlo. Pues ya era conocido en Chilpancingo, como el brazo derecho del padre Ramiro.

Y muchos se preguntarán, como era que, en San Sebastián, el pueblo donde Lily reportó la desaparición no sabían de ello, pues porque San Juan Nepomuceno tenía otras veredas para llegar a Chilpancingo, eran pueblos vecinos, pero no estaban conectados por ninguna vía directa. Los Sanjuanenses iban directo a Chilpancingo y no contaban con luz eléctrica, mucho menos servicios de telecomunicación.

A la mañana siguiente, muy temprano, el padre Ramiro y Rodrigo con una pequeña bolsa de equipaje donde guardó sus pocas pertenencias, salieron del pueblo para visitar al doctor Stern.

—Físicamente estás en excelentes condiciones. Ahora lo importante es hacerte estudios, para saber porqué aún no recuperas la memoria. Pero tu familia, te ayudará en eso. Normalmente, cuando comienzan a convivir, ver fotografías, visitar lugares, pueden ser un factor para que comiences a recordar.

Rodrigo, asintió, se veía un gran cambio y no tenía idea de lo que había ocurrido. Porqué había tenido aquel accidente, porque iba solo, etc.

El padre Ramiro le había contado que lo encontraron en el fondo de un barranco y de ahí lo llevaron a su choza para atenderlo. No tenía mas que unas costillas rotas de las cuales se había recuperado bien, y un golpe en la cabeza, que cicatrizó sin problema. Las personas que lo rescataron no pensaron en buscar razones, solo el salvarlo. Y esa era la inocente verdad.

Cerca de las tres de la tarde, cuando terminaban de comer, en el pequeó restaurante del hospital, Rodrigo jugueteaba con la flor del centro de mesa, una Lily, como la que había visto en la procesión, el aroma de aquella flor le gustaba, cuando, entraron al hospital dos hombres y una mujer, alcanzaban a observar todo desde su lugar. El padre Ramiro observó a Felipe, vestido de cura con su sotana de franciscano, y un rostro parecido a Rodrigo. Sin duda era el hermano.

Rodrigo se percató de la reacción del padre Ramiro, a mirar a los tres desconocidos que ingresaban al hospital, la intensidad de la luz de la calle, no los dejaba ver con claridad, sin embargo, se percató de la reacción del padre y supo que eran quienes venían por él.

Felipe reconoció a Rodrigo, se detuvo en seco al mirarlo tan cambiado. Vestido como hombre de pueblo, con huaraches, un pantalón de algodón gastado y una camisa blanca sin ningún chiste. La piel curtida por la exposición al clima de la región, pero esa mirada inconfundible de su hermano.

Entonces Rodrigo se levantó, sabía que ellos eran su familia, aunque seguía sin recordar nada. La mujer, al ver que Felipe y su esposo se miraban con parsimonia, también se detuvo en su andar.

—¡Rodrigo!— Dijo ella. Él la miró con sorpresa, Lily no supo que más decir, mientras unas lágrimas brotaron y recorrieron sin parar sus mejillas, al darse cuenta que su marido no la reconocía.

El padre Ramiro solo se quedó inmóvil contemplando la escena. El encuentro era doloroso para todos, y a partir de ese instante, sus vidas cambiarían de nuevo.

“No pierdas la esperanza; cuando el sol se esconde, salen las estrellas” Frase popular.

Continuará…

No olvides seguirnos, el Capítulo 8 estará disponible el próximo sábado.

Con la colaboración de @patmunozescritora para La Casa De Las Flores.

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