CAPÍTULO 2
UNA FLOR PARA LILY
Soy Lily, no Liliana ni Lilián: Lily, a secas. Decía mi abuela que así me bautizaron porque de todos modos me llamarían así “Lily”, como la flor. Y quien iba a pensar que yo iba a terminar viviendo entre flores.
Mi infancia fue muy divertida, vivíamos en casa de la tía Teresa, una hermosa y antigua casa del siglo pasado, fría como la nieve y tétrica como la tía, pero enorme. La tía “Pereza”, como le decíamos Hortensia y yo, era una mujer insufrible que no hacía más que regañarnos porque sí, porque no y por si la dudas.
Mi hermana Hortensia y yo, nos llevábamos poco más de un año de diferencia. Éramos las hermanitas “muégano”, juntas para todos lados. Así que hacerle travesuras a la tía Teresa, que le hacía la vida imposible a mi mamá, era nuestro mejor entretenimiento. Los lunes se marchaba a rezar el rosario a casa de las Esquivel, en la calle de Arteaga esquina con Corregidora. Los martes, salía a caminar con mi padre, era como su salida secreta. Nunca le decían a mamá, pero Horte y yo, los seguíamos. Se sentaban en una banca en la plaza de los perritos y platicaban de cosas de dinero, luego volvían a casa, se encerraban en el despacho de la tía y luego mí papá salía muy contento y no volvía hasta muy entrada la noche.
Era el día que más travesuras hacíamos. Desde echarle a peder la cena a la tía Pereza o ponerle piedras mojadas en la cama. De hecho, nunca nos acusó, pero si terminó por echarnos todos de su casa. Ojalá lo hubiera hecho antes.
La función de mi padre, como padre, no era mala, al menos emocionalmente, nunca nos faltó nada. Nos apapachaba y nos procuraba. Una vez a la semana, por lo general los jueves, nos llevaba por un helado a la Congregación, a escondidas de mamá cuando salíamos del catecismo que, según él, mi madre solo le dirigía la palabra para pedirle dinero. Pero es que mi papá únicamente era experto en vicios y un bueno para hacerse el tonto, eso lo entendí el día que lo mataron. Porque lo mataron. Dicen que fue por deudas de juego, como sea, mamá salió bien librada, si no fuera por aquella desgracia, no sé qué hubiese sido de nosotros.
La florería se volvió nuestro todo. Al volver del colegio, Hortensia y yo apoyábamos en todo lo posible. Los fines de semana, trabajábamos a marchas forzadas. Hacíamos mandados, llevábamos pedidos y los domingos descansábamos, a menos que surgiera algún velorio. El pobre de Sebastián se aburría, porque decía que arreglar flores era cosa de niñas, hasta que mi mamá se ofreció a pagarle propinas por entregar pedidos.
La tía Teresa, al principio se desentendió, pero estaba sola y su alma. Así que empezó a enviarnos notas para pedirnos flores. Mi mamá se las vendía muy caras y aun así las compraba. Creo que era su forma de disculparse y hacernos llegar dinero, aunque mi mamá decía que la gente mala no cambia nunca.
Cuando Hortensia cumplió dieciocho años, conoció al sobrino de la señora Sandra Palacios, una de nuestras mejores clientas. Era un chico de origen español, que ya tenía unos años residiendo en México. Pero un día, de visita en casa de sus parientes, le tocó recibir las flores que le llevábamos religiosamente cada sábado.
Se enamoraron como tontos, y a los tres meses se casaron para irse a la capital. La boda fue todo un acontecimiento. Mi mamá, Margarita, lloraba y lloraba, mientras yo me encargaba de todas las flores del evento.
La señora Sandra nos prestó el patio de una de sus fincas para la recepción, y la ceremonia religiosa, fue en la Catedral de San Felipe Neri. Y no solo eso, bendecidos por el señor Obispo gracias a su amistad con la familia de Eugenio, el prometido de Hortensia.
“Hermana saltada, hermana quedada”, dijeron un par de señoritas solteronas que andaban de metiches en el atrio de la iglesia. Sabía que la indirecta era para mí.
La boda estuvo hermosa, mi hermana lucía guapísima y Eugenio, que era bastante bien parecido, con su atuendo de yupi europeo, se paseaba presumido del brazo de su esposa por todo el salón, mientras se rompían los corazones de las solteras de la más exclusiva sociedad queretana al verse derrotadas en la conquista del adonis de moda.
Y es que digamos que nuestra sociedad tenía dos tipos de hombres, los que estaban ocupados y los que estaban descompuestos. Los solteros con provecho, estaban en el extranjero, en Monterrey o en la Capital, preparándose para tener un mejor porvenir. Cualquier hombre joven y soltero que se presentara en la ciudad y de buena cuna, se veía acosado por las féminas en edad de contraer nupcias.
Las amigas de mi madre -que no eran muchas-, decían que pronto me llegaría el indicado, que tuviera paciencia, pero es que no entendían que yo no tenía novio por falta de opciones, no me interesaba. Además de que, mi vida social era bastante limitada. Me gustaba trabajar, podía pasar noche y día ideando arreglos florales.
Después de la boda, nos quedamos mamá y yo solas en la florería. Se nos cargó un poco la mano, pero pronto encontraríamos ayuda. Un domingo, después de la misa, y pasar a comer con mi mamá, unas enchiladas verdes en La Mariposa, mi madre sacó otra vez el tema mi futuro. Cada dos o tres semanas, me salía con lo mismo.
—No quiero mamá ¿Es muy difícil de entender?
—No quiero que te conviertas en la tía Pereza…—Reímos al recordar aquel tiempo. La tía Teresa, aún vivía, estaba sola en un asilo de ancianos en Celaya. Cada cierto tiempo, venían las monjitas a comprarnos flores, disque por encargo de la tía. Nunca mandaba una carta o alguna nota. Yo le mandaba una tarjeta que decía: “Gracias por su compra” Lily.
Esa noche, no pude dormir, hacía un calor infernal, de esos que te dejan toda “pegajosa” y con ganas de estar eternamente en la pila de agua helada… Así que me levanté temprano, me bañé, bajé a la cocina a preparar café y justo cuando estaba sirviéndome una taza, sonó la campana con insistencia.
Eran las ocho de la mañana, seguro algún cliente buscaba flores para algo importante. Así eran los lunes. Que si la esposa de gobernador quería, que si la hija de doña Chata buscaba… Que si se murió un pariente…
Me apuré a acomodarme el pelo, pues aún lo traía mojado, y salí a atender la puerta, mientras mi madre gritaba:
—¡Sebastián! ¡Lily! ¡Abran la puerta!
—¡Ya voy!
Y ahí estaba él, con un elegante traje de pantalón acampanado, camisa sin corbata, el cabello un poco largo y una mirada hipnotizante. Tenía unos hermosos ojos obscuros y una voz gruesa y tentadora.
—Buenos días, señorita. Vengo a buscar a la señora Margarita Durán—. Me guiñó el ojo, y yo no pude articular palabra. El caballero era sin duda el hombre más atractivo que había visto en mi corta vida.
Asentí con la cabeza, mientras mi madre seguía parloteando y yo no entendía lo que decía.
—Claro…— conseguí decir finalmente — ¿Quién la busca?
—Soy el licenciado Rodrigo Tapia, de la notaría número dos, tengo un asunto importante que tratar con ella, sobre la señorita Teresa Álvarez.
—¿La tía Pereza?
—¿Perdón? — Me dijo extendiendo una mano con una tarjeta donde venía con una letra manuscrita su nombre.
—Pase, por favor… — Lo acompañé a la sala, mientras mi corazón latía como si hubiera corrido de mi casa al mercado de la cruz y de regreso — ¿Gusta un café? —Dije mientras sentía que mis mejillas hervían como la tetera que estaba en la estufa.
—No se moleste.
—No es molestia — sonreí. Me di la vuelta para ir a avisar a mi madre y me fui a la cocina a servir el café. Busqué de las galletas que había comprado en la Mariposa el día anterior. Saqué todas mis cualidades serviciales, la cafetera, las tazas, un par de Lilys de la florería, las servilletas de tela que nunca usamos, ni en ocasiones especiales ¡Cómo si esto fuera una ocasión especial! Me reprendí en el momento. Regresé con mi mejor cara, pero con seriedad, que no se diera cuenta que me ponía nerviosa, aunque tal vez era demasiado tarde para ello.
—Gracias— me dijo levantando las cejas— ¿me recuerda su nombre?
—No se lo dije, me llamo Lily.
—¿Liliana o Lilián?
—Lily, a secas.
—Un gusto.
El hombre sonrió, traté de controlarme, cuando mi madre, hizo su entrada triunfal. Mi madre era una mujer hermosa, elegante por naturaleza, aunque vistiera de forma sencilla. Siempre usaba mascadas o pañoleta, nunca salía a recibir a alguien si estar totalmente presentable.
—Buenos días licenciado… —Estoy segura de que mamá se dio cuenta de mi cara de tonta, cuando me hizo la señal de que los dejara solos.
—Los dejo.
—No, quédese por favor. Lo que vengo a decirles, también le compete.
En resumen, la tía Teresa murió, un paro respiratorio, falleció a la edad de noventa y cuatro años, las monjas se encargaron del funeral, y no avisaron a nadie porque así fue su voluntad; de la tía, no de las monjas. Y como no tenía herederos directos, decidió en el último momento, dejarles a sus sobrinos todos sus bienes, es decir Hortensia, Sebastián y yo.
La vieja casa de Guerrero 96, unos lotes cerca del cerro de las campanas. Una cuenta bancaria, con algo de dinero, no mucho, pero si lo suficiente para poder hacer algunos arreglos a la casa.
—No queremos nada—dijo mi madre.
—Pero mamá…
—Nunca nos quiso.
—Bueno, señora, la herencia es para sus hijos. Su heredero universal era su esposo, quien tengo entendido murió hace unos años. Si sus hijas ya son mayores de edad, están en su derecho de tomar lo que les corresponde.
Miré a mi madre con ojos aleccionadores. No le quedó más remedio que asentir y preguntar al abogado lo que procedía. Se despidió del abogado y me pidió que lo acompañara a la puerta.
Cuando se giró para despedirse, Rodrigo tenía en sus manos una flor.
—¿Cómo se llama esta flor?
—Lily
—¿Cómo usted? —Asentí con la cabeza.
—No lo olvidaré… Nos veremos pronto.
Se marchó, me quedé observando sus pasos hasta la esquina de la calle Hidalgo, pero antes de seguir con su andar, se giró regalándome una sonrisa y dejando mis sentidos agitados, mis ideales alterados con mi corazón de bajada y sin frenos.